Últimas tardes
Trey leía últimas tardes consigo misma cuando vio desde la ventanilla del
autobús —que como cada viernes las traía de vuelta— a un chico moreno tumbado
sobre el césped del bulevar, cerró el libro y ensoñó un poco con él antes de
despertar a su amiga Lola. Ya estaban.
Aún no era de noche;
los días eran largos ya, pronto llegarían los exámenes y el periodo de
enclaustramiento voluntario. Pero el verano asomaba, y con él la promesa de las
noches sin fin y los amaneceres en Café del Mar y las paellas familiares en el
club náutico. Y… quizás, por qué no, algo de aventura en su vida.
Preestablecida. Encorsetada. Bien.
Ovidio Pop, rumano de
Campo de Criptana —provincia de Ciudad Real— se irguió levemente para
contemplar sobre el arrayán de la mediana al par de muchachas que acababa de
posarse, como mirlos, a cincuenta metros de allí. Ahuecó la mano en forma de
visera y las siguió con la mirada mientras se alejaban despreocupadas hacia el
atardecer. La rubia tenía un buen culo. Pensó.
Le interrumpió la
melancolía, un codazo en las costillas.
—Ovi,
jóder que estás en la parra.
—Coño,
Jordi, ¡Vete a tomar por culo! ¿Me has traído lo que dijimos?
El recién llegado miró
a su alrededor como un espía en la Alemania ocupada y entreabrió su mochila Eastpack negra para conformidad de su
socio.
—
…
Y estas las pasamos esta tarde y el resto mañana por la noche, y si nos queda
algo, nos invitamos a un par de guarras de esas que yo conozco ¿Vale?
Ovi no contestó,
seguía ensimismado. Pensativo. La mirada perdida en un poniente tumultuoso que
volvía de la oficina. Había reconocido a la rubia de antes saliendo de un
portal.
—
¡Venga!
lárgate, esta noche nos vemos en la Alameda.
Sacaba al perro a pasear
como de costumbre, antes de cenar. Un dálmata… Indeciso. Caprichoso por
naturaleza; entre ensabanado y zaíno. Salpicado. Un ojo azul, otro pardo, como
David Bowie. Raro, que es lo ideal en estos bichos.
Ella iba descuidada. Enfundada
en unos jeans de pitillo y unos tenis
blancos, rematando el conjunto con una gorra verde de los Celtics muy sobada y unas
gafas de sol cualquiera. Le hubiera podido pasar desapercibida a cualquier
otro, entre el tráfico, y los cientos de personas que iban y venían, pero no a
un ojo entrenado como el suyo.
Él, como Landa en “Los Santos Inocentes”, conocía al
pájaro por la cagada. Y aquella era la rubia de media hora antes. No solo tenía
un buen culo, también tenía clase. Mucha clase.
El rumano se aprestó a
seguirla desde la distancia, escudado en la muchedumbre que afluía desde las
tiendas, inmerso en el río de bolsas estampadas de logos comerciales que
anegaba la avenida.
Durante un largo rato
el perro olisqueo farolas e hisopeó neumáticos, finalmente su dueña decidió
sentarse en un banco y aprovechar la última luz para continuar leyendo.
Entonces dudó entre
acercarse y hacerse el encontradizo o esperar. Ya se había situado a un solo
par de bancos de ella.
El perro, aburrido,
vago un rato más por los alrededores y acabo por acercarse al rumano que lo
sujeto por la quijada y le acarició detrás de las orejas.
Al levantar la cabeza,
vio a la muchacha que llamaba a su perro. El interpelado a regañadientes trotó
en pos de su ama que ya se acercaba.
Al llegar a su altura
enganchó la correa al perro y tuvo la sensación de conocer al chico del banco
de algo. Amablemente se disculpó por el comportamiento del chucho, y antes de
que Ovidio pudiera armar una conversación trivial, se estaba alejando de vuelta
a casa.
Un delicioso olor
frutal y dulzón quedó flotando en el aire. Con ella se alejaba también, de
alguna manera, la eterna promesa del algodón de azúcar que nunca, nadie, le
compraba cuando niño.
—Bueno, hay muchos
peces en el mar —se dijo. Y se resignó a perder algo que ya consideraba suyo.
Se estiró y, al levantarse distinguió un bulto a dos bancos de distancia. Se
había dejado libro. Ovidio se hizo con él y lo hojeo interesado, desde la
portada, la chica que acababa de desaparecer le invitaba a tomar asiento a su
lado en un Floride descapotable
blanco.
Durante la noche que
pasó trapicheando por los barrios de moda de la ciudad no dejó de pensar en su
encuentro. Tenía que hallar alguna manera de dar con ella otra vez.
Al salir del último
local, y viendo a su compinche aliviarse entre dos contenedores le alcanzó la
inspiración.
—Los
perros también tienen que mear alguna vez ¿no? Pues eso…
———
Llevaría esperando ya un
par de horas desde que había amanecido apostado frente a su portal. La chupa
calada hasta las orejas, la novela en el bolsillo.
Lo primero que vio
cuando se entreabrió la puerta fue al dálmata escapar como un rayo. El chucho
reconoció al chico e instintivamente fue a lamerle las manos. Ovidio hizo de
ademán de pararlo y se arrodilló a mesarle el lomo. Lo siguiente que percibió
fue ese olor afrutado, familiar, inconfundible. Su olor. La muchacha que salía
buscando al perro, sorprendida, buscó sus ojos y lo miró fijamente como en las
pelis slow motion.
—
¡Así
que la eternidad era esto!
Esa eternidad suya, le
duró… lo que tardó en bajar una silueta espigada y altiva, tocada con la gorra
verde de los Celtics. Ni guapo ni feo, desaliñado. Camisa azul, pantalones de
pinza, mocasines, maneras de banquero. El inesperado actor grácilmente se
interpuso entre ellos ciñendo a la muchacha por el talle. El rumano brincó a un
lado y disimuló haciendo ademán de llamar al video-portero. El otro a su vez enjaezó al can, educadamente dio gracias,
y salió con la rubia de su brazo.
Y esa misma mañana, no
mucho más tarde, medio barrio despertó al oír un libro estrellarse contra los
cristales del zaguán.
Comentarios
Publicar un comentario